La seguidilla fue abrumadora. Primero, el cineasta Adolfo Aristarain, diciendo que «hay que ganar la calle hasta que caiga el Gobierno» y llamando «imbéciles, ignorantes y zombies» a quienes no votaron a Massa en las últimas elecciones. Después, «Peteco» Carabajal, interrumpiendo su interpretación musical en Cosquín para provocar a quien hacía instantes había ingresado al festival, la vicepresidente de la Nación, Victoria Villaruel, diciendo «no se paren, que no llegó nadie».
Más tarde, el publicista y ex funcionario K «Pepe» Albistur, esposo de la ex ministra Victoria Tolosa Paz y generoso «facilitador» del piso que Alberto Fernández disfrutaba en Puerto Madero, proclamando desde una reposera en la playa que «esto va a caer en marzo o abril». Y a ellos se sumó otro ex funcionario kirchnerista, el reconocido patotero antisemita Luis D´Elía, declarando que Milei «está a cinco minutos del helicóptero». Nada nuevo, desde ya.
Peronismo puro, aturdido y en estado de derrota, haciendo lo que siempre hicieron cuando no gobiernan: impedir que los elegidos por la voluntad popular puedan trabajar con tranquilidad.
Y para completar el cuadro grotesco, luego de cuatro años de hibernar, sin abrir la boca pese a que el país tiene a la mitad de su gente sumergida en la pobreza y con la inflación más alta del Mundo, los millonarios líderes de la CGT le hicieron un paro -que fue un fracaso total de adhesión- y una movilización -acarreando gente en micros, como es habitual- a un gobierno que apenas llevaba un mes en el poder.
¿Podía haber algo que lo hiciera más patético aún? Sí. Lo hubo. El dirigente Pablo Moyano gritando, al lado de una Madre de Plaza de Mayo, que al Ministro Caputo «van a tirarlo al Riachuelo». Oportuna terminología para los que recuerdan con dolor los «vuelos de la muerte». Pero ninguno de los tan puntillosos defensores de los Derechos Humanos repudió la frase. Claro, no la dijo un «neoliberal» sino un «cumpa». Y a los compañeros se les permite todo. La famosa doble vara. La misma que ahora clama que «la Patria no se vende», con el mismo fervor que aplaudía entusiasta «sí se vende» en los tiempos de Menem, a quien, bueno es recordarlo, tuvieron protegido valiéndose de sus votos en el Senado hasta casi el fin de sus días.
Mientras que los responsables de la debacle argentina consagran sus esfuerzos a este golpismo explícito, el conurbano bonaerense sigue siendo tierra de nadie. El asesinato de la pequeña Uma no pareció conmover lo suficiente como para suspender el paro o por lo menos para que el gobernador de la provincia asistiera a su velorio. De todos modos, el caso es uno entre cientos y lamentablemente estamos acostumbrados a vivir con miedo. Cada día se producen en la tierra de Kicillof muertes violentas de ciudadanos inocentes a las que nadie les pone freno.
Claro, es imposible pedírselo a una facción política que liberó a miles de presos durante la Pandemia y que está impregnada por una ideología que siempre puso el foco en la protección de los derechos de los delincuentes por sobre los de las víctimas. Un partido que perdió las Elecciones pero pretende seguir dirigiendo un país que destruyeron por décadas. Y que pone por encima de todo, hasta de la muerte, sus roscas y sus intereses.
(*) Alejandro César Suárez, director del diario Mi Ciudad