De la misma manera como los soldados ingleses y alemanes hicieron un alto al fuego para cantar Stille Nacht (Noche de Paz) en la víspera del 25 de diciembre de 1914, en Ypres, Bélgica, los ejércitos en guerra hoy, en este momento, dejando caer sus fusiles, abandonarían sus trincheras y, con sus botas enlodadas, caminarían hacia las líneas opuestas a pesar de estar al alcance de la artillería enemiga, para encontrarse en medio de la tierra de nadie y saludarse con un abrazo fraternal y celebrar juntos la Navidad, intercambiando botellas de vino, whisky o vodka, mirándose con una sonrisa fraternal, y dándose mutuamente cigarrillos, árboles de Navidad, bastones de caramelo blancos y tazas de chocolate caliente, entregándose sus bayonetas y pistolas para que se las regalaran a sus hijos como recuerdos de una guerra que nunca debió ser, contándose acerca de sus familias y tomándose fotografías, abrazándose y prometiendo hacer una paz imposible, y si llegara el amanecer y siguieran haciendo lo mismo, las guerras terminarían.
Si los hombres perseverantes permanecieran en el campo de batalla, entre alambrados y escombros, tratándose con amabilidad y respeto como seres humanos maduros y responsables, hablando de las tragedias de la humanidad y aunque los oficiales de ambos bandos salieran de sus trincheras, para acercarse a sus hombres, empujándolos con un fusil apuntando al cielo y con ojos fieros ordenándoles que regresasen a sus puestos para continuar la lucha en nombre de la patria, amenazándolos con fusilarlos y prometiéndoles juicios militares y aunque sus generales bombardearían sin piedad el lugar o lanzarían gases tóxicos sobre ellos para obligarlos a regresar, ellos continuarían hablando de las mujeres amadas que dejaron atrás y de los niños pequeños que los esperaban ansiosos detrás de las ventanas, estas guerras no continuarían.
Y si todos los soldados que habían muerto ese día en defensa de la patria volvieran a la vida y, con sus uniformes manchados de sangre, pálidos y exangües, se unieran a ellos para beber de una botella de vino, regocijándose y participando de la diversión, la guerra no avanzaría.
Sin embargo, si el resentimiento contra el enemigo, que todos los humanos tenemos, persistiese, el conflicto continuaría. Depende de nosotros, Homo Sapiens, saber que tal posibilidad existe, y estamos moralmente obligados a implementarla. Cuando aprendamos a hacerlo, viviremos en paz.
(*) por Manuel Lasso