En política —y más en estos tiempos modernos— la dinámica social, que siempre superó en velocidad a la dinámica política, se ha vuelto mucho más vertiginosa que en otras épocas, impulsada por la tecnología y las redes sociales.
A lo largo de la historia política argentina, el pragmatismo funcionó como catalizador de las demandas sociales y buscó equilibrar, aunque fuera parcialmente, las distintas velocidades, intentando reducir esa brecha inevitable.
El pragmatismo, recurso político que muy pocas fuerzas utilizan en la Argentina, permitió evitar catástrofes sociales, económicas y, fundamentalmente, políticas, o al menos morigerar sus consecuencias.
Sin embargo, el populismo de izquierda hizo exactamente lo contrario: al cristalizar sus posturas ideológicas, no solo no resolvió los problemas, sino que los acrecentó con el tiempo, generando resultados incontrastables con la realidad y provocando crisis profundas, casi insalvables.
El populismo autoritario tiene su reflejo en el stalinismo de la ya desaparecida Unión Soviética, donde el Estado les cortaba las piernas a los ciudadanos para luego regalarles muletas, de manera casi literal.
Hoy, los regímenes autoritarios, populistas y dictatoriales cristalizan sus ideologías de forma exasperada, en un inútil intento de contener los reclamos, cuando en realidad solo retrasan el eclipse definitivo del modelo de gobierno impuesto.
La Venezuela de Maduro es un ejemplo actual y contemporáneo; el régimen kirchnerista en la Argentina, otro. Ambos certifican que la temporalidad de un modelo de gobierno cristalizado ideológicamente y atrasado en el tiempo confirma con crudeza esta concepción de Estado.
Incluso si nos remontamos al siglo XVIII, tras la Revolución Francesa, el “purismo” ideológico de los padres de la revolución los llevó a la guillotina —herramienta que ellos mismos habían inventado para acabar con sus adversarios políticos—.
Esa cristalización ideológica no solo envejece a sus líderes, sino que retrasa cualquier modelo de desarrollo y crecimiento de las sociedades, generando resistencias que, más temprano que tarde, terminan por derribar sus proyectos políticos.
En cambio, el pragmatismo político —incluso el pragmatismo ideológico— genera opiniones diversas que, bien administradas, prolongan en el tiempo estados de mayor continuidad jurídica, social, política y económica.
Está visto que los estados europeos, aún con sus problemas recientes, no modifican aquello que funciona bien para la sociedad y permiten que, dentro del disenso razonable, las políticas de Estado se aggiornen, se actualicen y logren mejoras en la toma de decisiones.
Por suerte, las sociedades entienden estas diferencias mucho más rápido que la política. Y en la medida en que esta no logre satisfacer necesidades históricas y nuevas, siempre estarán varios pasos por delante de los dirigentes que impulsan políticas vetustas, útiles solo en teoría para mantener un status quo orientado a la mera supervivencia del aparato estatal.
Incluso el Imperio Romano sucumbió ante la incapacidad de los Césares de comprender estas cuestiones. Los cambios en su contra fueron más lentos y graduales, pero no menos sangrientos.
Hoy, la política debe acelerar sus procesos de aprendizaje y resolución. Basta de cristalizar pensamientos y acciones: solo conducen a más de lo mismo. Las sociedades modernas requieren velocidad en el tratamiento de los problemas y celeridad en las respuestas.
(*) Por Eenesto Blugerman