El lugar el lúgubre, oscuro, húmedo. El ir y venir se sentía incesante, ensordecedor, el murmullo mataba el silencio reinante en los alrededores. Como que la tierra vibraba con los miles de pasos que simultáneamente recorrían el lugar de un lado para otro.
Todo parecía moverse a una velocidad vertiginosa. El plan a ejecutar necesitaba una conexión certera entre todas las integrantes del área que debían actuar coordinadamente, sin una mínima posibilidad de error.
Todas sabían que el más mínimo descuido podría echar por tierra el más ajustado plan y nadie quería terminar siendo responsable del fracaso. Todo estaba dispuesto. Solo se esperaba la orden para actuar.
Los segundos parecían horas. Los minutos pasaban lentamente y el nerviosismo se acumulaba, haciendo sentir la tensión en un leve temblar de paredes y pisos. Las órdenes estaban impartidas, las responsabilidades estaban determinadas y cada una de ellas sabía claramente que debían hacer.
Y si bien no era la primera vez que lo harían, la intranquilidad se apoderaba de ellas como si fuera la primera vez.
Las novatas, detrás de sus líderes eran las más nerviosas. Los altos mandos repetían una y otra vez el plan para que nada fallara. Solo esperaban la voz que resonaría en todo el ámbito para iniciar el conteo final que daría inicio a la misión. Cotidiana pero diferente cada vez.
La luz solar empezaba a colarse y eso significaba que el inicio estaba cerca. El aire fresco de la mañana traía cierta relajación a los tensos cuerpos que se acumulaban incontables en pequeñas zonas.
La distribución de los grupos era primordial a la hora de garantizar el triunfo, pero un retraso, una falta de sincronización, podría no solo costar miles de vidas, sino el fracaso de la operación y la consecuente derrota.
Ya el sol iluminaba todo el recinto. Las líderes tenían entumecidas las manos, los brazos, por la postura tensa de esperar el momento de dar la señal para comenzar el conteo regresivo y dar inicio a la acción.
La primera señal se escuchó en el aire y tras de sí, se fueron repitiendo a lo largo de toda la extensión de la base. Los gritos de las líderes fueron recorriendo toda la explanada y una a una las miles de soldados iniciaron su marcha.
Los escuadrones salían prolijamente y se ubicaban en el campo a espera de la señal definitiva. Uno a uno fueron tomando posición, esperando, cada vez más tensos. Hasta ahora, todo iba bien. Ya el aire fresco de la mañana les secaba la traspiración que corría por sus rostros.
El estruendo fue la señal. Miles corrieron hacia el objetivo final. Cientos de miles tenían un tiempo acotado para llegar. Luego, el silencio. Un mutismo sepulcral envolvió la zona, desgarrando los oídos.
El agua comenzó a correr en sentido contrario barriendo los escuadrones, desarmando las formaciones, destrozando las defensas, aniquilando jefes, soldados y pertrechos.
El agua caía a raudales y nada podían hacer para evitarlo. El sistema de riego funcionó y el líquido, cristalino, frio y abundante, arrasó con los ejércitos de hormigas asesinas que quisieron tomar por asalto los limoneros de mi jardín.
Esta vez, contuve el ataque. Sus pérdidas fueron cuantiosas, innumerables, pero no sé cuánto tiempo más pueda detenerlas.
(*) Cuentos breves – Miguel Matusevich