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Los dueños de la Quinta de Olivos. Cómo llegó a convertirse en la residencia presidencial

Publicado en agosto 5, 2021.

La gran novedad que maravilló a los vecinos de Buenos Aires, en 1739, fue la aparición de los aljibes. Ya no haría falta ir hasta el río o los arroyos que atravesaban el poblado en busca de la mejor agua. O la que proveían los aguateros, más apta para lavar o bañarse que para consumir. Un aljibe era garantía de agua fresca y cristalina. Claro que era un bien suntuoso y muy pocos podían acceder al privilegio de tenerlo. Los afortunados eran listados por los vecinos que les pedían un poco de ese manantial casero. El primer aljibe de Buenos Aires se instaló en las actuales Belgrano y Balcarce, en la casa del hombre más poderoso de la ciudad, Domingo de Basavilbaso.

Fue el encargado del correo marítimo y terrestre, también funcionario público y comerciante de peso, con clientes y proveedores en España y en Lima, la capital del virreinato de Perú, a la que pertenecían los territorios de la actual República Argentina. Su hijo, Manuel Basavilbaso, heredó la administración del correo y amplió los negocios de la familia. Y su fortuna.

En 1779, cuando el aljibe cumplía cuatro décadas entre los porteños, Manuel compró una chacra ubicada a diecisiete kilómetros de la ciudad, “en el paraje de Monte Grande y costa de San Isidro”. La Quinta Presidencial de Olivos forma parte del terreno que, durante 139 años, perteneció a los Basavilbaso y sus descendientes.

Vicente Azcuénaga, otro de los comerciantes fuertes de su tiempo, se casó con una hija de don Domingo. Rosa Benedictina Basavilaso. Tuvieron siete hijos, entre los que interesa mencionar a dos. El mayor, Miguel de Azcuénaga, patriota y miembro de la Primera Junta; y la menor, Ana Azcuénaga. Interesan a esta historia porque Miguel fue el heredero de la Chacra de Olivos, mientras que Anita —como todos la llamaban— sería protagonista de uno de los casamientos más sobresalientes en la aldea colonial. La joven, de dieciséis años, contrajo matrimonio con un militar de carrera al servicio de España, don Antonio de Olaguer y Feliu, de 44 años.

Unos años después, Olaguer se convirtió en virrey y entonces Anita fue virreina. Para más precisión, “la primera virreina criolla”, copiando el título de la nutrida biografía que le dedicó Walter D’Aloia Criado.

La chacra de Olivos

Para los Azcuénaga, la chacra de Olivos era el oasis, el lugar de preferencia para las temporadas de descanso, sobre todo el verano. Allí el Brigadier General de la Patria, nieto del que puso el primer aljibe, se convertía en un simple jardinero que disfrutaba de cuidar los retoños y las plantas, mientras sus hijos se bañaban en la costa del río, bajo la atenta mirada de la madre, Justa Rufina de Basavilbaso (el apellido se repite porque Justa y Miguel eran primos).

Entre los niños Azcuénaga que nadaban en el río de Olivos, otra vez serán dos los que vamos a mencionar. Por un lado, Miguel José. Por el otro, Manuela. Los dos preocupaban al padre. El varón se mostraba más abierto a la actividad social que a las responsabilidades. Pero el patriota sabía que el tiempo enderezaría el camino del joven. En cambio, Manuela presentaba otra dificultad y era sentimental. Y, como si quisiera emular a sus padres, el sujeto en cuestión era su primo. Hablamos de José Antonio Olaguer y Basavilbaso, hijo de Anita. De carácter díscolo, su nombre estaba vinculado a algunos escándalos y cuestiones con mujeres que molestaban all estricto tío Miguel. Pero el candidato mejoró la conducta y entonces Manuela y José Antonio se comprometieron.

La remodelación de 1800: la pajarera de Pueyrredón

Es tiempo de despedir a don Miguel de Azcuénaga. El patriota murió en 1833, en su amada chacra. Por legado, la propiedad se transfirió a su hijo Miguel José. A esa altura, ya había algunas vacas y se encaminaba a ser un proyecto ganadero.

Miguel José habló con un amigo, Prilidiano Pueyrredón, hijo del general Juan Martín, para pedirle que la remodelara. El cambio fue notable por los ventanales que incorporó para aportarle buena luz al interior. En aquel tiempo llamaba la atención la cantidad de ventanas y la casa pasó a ser conocida como “la pajarera de Pueyrredón”.

Miguel José nunca se entusiasmó con la chacra. Hay que tener en cuenta que fue exiliado durante el gobierno de Rosas. Pero en tiempos posteriores, siempre prefirió mantenerse en Buenos Aires, cerca del Club del Progreso, de los restaurantes franceses y de las diversiones que ofrecía la ciudad. Al morir soltero, legó la propiedad a sus sobrinos Olaguer y Feliu, hijos de su hermana Manuela.

Entre ellos, volvemos a mencionar a dos: Antonio Justo y María. El joven, que era ciego, logró hacerse de la chacra luego de negociar con sus hermanas Manuela, Ana y María, que es quien nos interesa porque se casó con Carlos Villatte Ulmer (francés, con doble t su apellido). Porque al igual que su tío, Antonio murió soltero al comenzar el año 1903 y dejó a su ahijado y sobrino preferido —Carlos Villate Olaguer— sus 35 hectáreas en Olivos.

El joven codiciado de la época

Buen mozo, refinado y de fortuna, Villate Olaguer viajaba seguido a París en barco propio. De regreso, anclaba su yate en el puerto de Olivos y organizaba fiestas memorables.

Pero estuvo a punto de perder la quinta por una demanda. María Luisa Soria de Luzuriaga se presentó en los Tribunales reclamando que era hija del finado Antonio Olaguer. La sospecha de algún tipo de vínculo se sostenía en que efectivamente al testar, el tío ciego de Villatte había dejado a la demandante una pensión vitalicia de quinientos pesos mensuales. Tiempo atrás, y ante escribano, Villatte y Soria habían firmado un acuerdo por el cual el sobrino le entregaba 78 mil pesos (156 mensualidades, es decir, trece años), a cambio de que no hiciera nuevos reclamos.

La Justicia falló en contra de la petición y de esta manera, los tres millones de pesos de la herencia siguieron en manos de Carlos Villatte, otro de los eternos solteros de esta historia. En los amplios terrenos de la quinta, crio ganado de raza. Durante esos años, la Cabaña Azcuénaga fue considerada una de las principales de Buenos Aires.

El millonario estuvo a punto de encarrilar su vida, pero Julia Valentina Bunge, que en un principio parecía interesada en consolidar la relación, terminó partiendo a Europa y Villatte continuó con las noches de fiesta, tabaco y alcohol que parecen no haberle hecho bien a la salud. Murió el 10 de abril de 1918, a los 46 años de edad.

El patrimonio, de acuerdo con el testamento fue publicado en La Nación, el 5 de mayo:

Poseía nueve propiedades en la Capital Federal, campos en San Rafael (Mendoza) y en Lincoln, más hacienda, acciones y numerosos bienes muebles.

Los beneficiarios eran instituciones, amigos y parientes:

Por un lado, las sociedades de Damas de Caridad, de Beneficencia, de Niños Desvalidos, de Huérfanos Militares, el Hospital de Ciegos de La Recoleta y las municipalidades de Olivos, de Cañuelas y de Lincoln.

Por el otro, “Mis primas hermanas Nélida, Teodolina, Susana, Carmen, María Eugenia, Juana Rita, Flora, Guillermina, Celia, Celina y Rosa Villatte”. También se acordó de los administradores y mayordomos de sus campos. Además, Gabriela Solange Pinot (“mi buena amiga que reside en París”), Teódulo M. Olivera Gutiérrez, Federico Álvarez de Toledo (“mi buen amigo”), Jorge y Alfredo Catelín, Adolfo Marcó del Pont (mi “sobrino y amigo”), Juan Villatte Cano y ” mi buen y fiel” Moisés Molteni.

El destino de la Quinta de Olivos

El patrimonio ascendía a casi cinco millones de pesos. Pero las deudas eran de tres millones. En cuanto a la propiedad en Olivos, expresó su deseo:

Al Gobierno Nacional de mi Patria, para que pueda hacer asiento o residencia veraniega, parte de mi propiedad denominada “Cabaña Azcuenaga”, situada en Vicente López, que consta, más o menos de una superficie de treinta y cinco hectáreas. En caso de que el gobierno no aceptase la donación, es mi voluntad de que sea construido un gran parque, donándolo al gobierno nacional para beneficio público que se denominará “Parque Azcuenaga”.

El legado fue recibido por el presidente Hipólito Yrigoyen, quien apenas la visitó una vez. El primer mandatario que se instaló fue Agustín P. Justo durante una corta temporada de 1932: su paso por Olivos será recordado porque estableció que parte del terreno recibido se utilizara como colonia de vacaciones para los niños.

Dentro de la célebre quinta presidencial hay una estatua del benefactor. Y la calle lateral a la residencia, en su costado norte, también le rinde homenaje: se llama Carlos Villate.

En 1945, cumpliendo el servicio militar, el granadero Raúl Rivera Villatte montó guardia en la Quinta Presidencial de Olivos. Nada menos que la propiedad que había pertenecido a su tío abuelo.

(*) Daniel Balmaceda – Diario La Nación

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